Todo el mundo se mueve en pasos cortos, llenos de nervios, inexplicables, con pequeñas bromas y sonrisas, porque siempre pasa lo mismo.
La gente está esperando en la última planta, desde donde se divisa toda la ciudad. Es de noche y es una lástima, porque la luz del salón impide ver las magníficas vistas del exterior.
Poco a poco van entrando todos los invitados y se van colocando en cada uno de los asientos dispuestos para tal fin.
Abajo, el padre de la novia bromea con su hija y le tienta con cogerla del brazo, de quien por cierto no se ha soltado desde hace un rato, no presentarse arriba y huir lejos de allí. Ella le empuja hacia el ascensor. No querría perderse su boda por nada del mundo.
Suben todos los pisos y ella nota cómo se le acelera el pulso. Va a dar un paso muy importante. Es feliz y quiere seguir siéndolo siempre.
Se abren las puertas, como si fuera un escenario que se muestra al correrse el telón. Todo el mundo se gira y quedan asombrados con ella. Está preciosa.
Suena un tema de Vangelis, ese compositor griego que siempre ha vivido en el Olimpo de los grandes creadores. Nadie oye Deliverance, o tal vez sí, pero mezclado con la imagen en movimiento de ella, acercándose por el pasillo hasta su futuro marido, que impaciente la espera al final del salón.
La novia llega al son de la música, que se desvanece cuando llega al final. Él la toma de la mano y le da un beso. No dejan de mirarse, mientras sus dedos juguetean, entrelazados unos con los del otro. No pueden evitar sonreír todo el rato.
Lourdes es muy feliz porque empieza una nueva vida con él.
Mel está a punto de llorar. Siempre supo que aunque ella hubiera estado en la mismísima Antártida, algún día la acabaría encontrando y entonces por fin, estarían juntos para siempre.