Desde que puedo recordar, siempre he sido un gran amante de la Filosofía. En concreto, de Platón.
Me parece que gran parte de mi vida juvenil, no he tenido otra cosa más que amores platónicos. Ésa ha sido mi formación filosófica, que tanto marcaría mi futura forma de ser.
Cuando se van acercando estas fechas, como son los primeros días de julio, no puedo evitar recordar todo ese tiempo malgastado con amores ideados, ideales e imposibles.
El primero de estos amores imposibles, tal cual lo recuerdo, se remonta a cuando estaba en tercero de EGB y tenía ocho años. Había llegado a clase una niña de origen valenciano, llamada Estefanía. Casi no podía hacer otra cosa más que mirar a aquella niña de piel blanca y pecas. Fueron varios años de observación en los que probablemente advertida de mi interés, cuando llegaba al colegio por la mañana, me buscaba y en ese rato que había hasta que comenzaban las clases, mientras ella se iba con sus amigas, se me acercaba y me pedía que me quedase cuidando a su hermano pequeño. Yo pensaba que así me podría acercar más a ella. Esto sucedió en el último de los cuatro años de admiración y embobamiento, en los que mi mayor logro fue un beso en la mejilla, que nos dimos el último año, el día que nos marchábamos de vacaciones de navidades. Cuando volví emocionado al colegio, tras aquellas vacaciones que se me hicieron eternas, pensando que se iniciaba algo maravilloso, encontré a una Estefanía indiferente, que obviamente ya había olvidado lo sucedido o que no le dio la importancia que para mí había tenido.
Aquella historia acabó porque no avanzaba nada y además, porque tenía la sospecha, de que en realidad lo que quería, era una niñera para su hermano y en cambio, nada conmigo.
Fiel a mi filosofía platónica, dejé a Estefanía detrás y el verano de séptimo a octavo me fui a Inglaterra, con un grupo de canarios, que no conocía a priori, a aprender inglés.
Un corazón tan sensible como el mío, no pudo evitar quedar hechizado ante una niña de ojos verdes llamada Marta, el mismo momento que nos metimos todos en el avión, rumbo al país británico. Así se convirtió en mi nueva musa e inspiración, de mis sueños más románticos.
Día a día intentaba coger fuerzas, iniciativa, frases seductoras, miradas irresistibles o ideas magistrales para acercarme a ella y deslumbrarla. Incluso, por las noches, cuando estaba solo, ensayaba el baile, para sorprenderla el jueves, en la discoteca de nuestro colegio inglés. De hecho una vez casi me hago daño, practicando giros de break-dance, que nunca acabaron por salirme bien del todo.
Platón debió ser un hombre muy desgraciado. Sus amores, como los míos, no fueron correspondidos. El miedo al ridículo o a que te dijeran que no, o a una mezcla de las dos cosas, me llevó a conseguir hacer realidad mi relación con Marta, sólo en mis sueños.
Aquella relación onírica se prolongó dos años, con idéntico resultado el siguiente verano que volvimos a coincidir en Ware. De nada sirvió que mis espías, que estaban en su colegio, me fuesen contando cómo estaba, si continuaba siendo tan guapa o si había empezado alguna relación con alguien... Da igual. El muchachito tímido volvió a aparecer y de aquel segundo verano inglés, volví exactamente igual. El resto del verano, me dediqué a olvidarla. Nuestra historia, como era de costumbre, era una historia imposible. En cuanto llegara septiembre empezaría el instituto y tal vez ahí, me estaría esperando la mujer de mi vida.
Y como el hombre tiene esa manía de encontrarse el mismo obstáculo una y otra vez, ahí estaba Melito, dispuesto a tropezarse una vez más y desde el primer día.
Esta vez, mi Dulcinea se llamaba Sonia.
A pesar de que le debía llegar por el hombro (ya se sabe que las mujeres desarrollan antes que los hombres), el girar mi cabeza hacia arriba, no impidió el quedarme prendado.
Como persona con gran iniciativa que siempre había sido, tracé un plan que sería perfecto:
- Puesto que era la mujer de mi vida, teniendo toda una vida por delante, no hacía falta que me diese prisa.
- Difícilmente se interesaría por alguien más bajito que ella, así que era cuestión de tiempo, esperar a que empezase el estirón y por fin la sobrepasase. Ése sería mi momento.
Mis amigos Yofri y Mario, a quienes conocí en el instituto, casi a la misma vez que a Sonia, pronto se convertirían en mis cómplices del plan perfecto. Sonia, pasaría a tener un nombre clave. Un prototipo de mujer como ella, se denominaría: La Proto.
La Proto, se sentaba delante de mí en clase, una fila más allá. Así podía ver su perfil derecho y su nariz respingona. A menudo me comentaba que estaba enamorada de un actor de moda, que se llamaba Tom Cruise. No había más que ver su carpeta, forrada de fotos del protagonista de Risky Business o Top Gun, películas que dejé que escaparan de la cartelera. Una mañana apareció muy malhumorada porque acababa de leer en el SuperPop que ¡se acababa de casar con una vieja llamada Mimi Rogers...! ¡Qué disgusto para La Proto!
Aquello era una señal. Ya sabía por dónde meter el caballo de Troya.
A partir de ahí, lo que habría que hacer es intentar parecerse a ese alfeñique, cortarse el pelo como él, peinarse con gomina...
Aun en contra de mis gustos cinematográficos, fui al cine a ver cada una de las películas de aquel actor de pelo en punta. Así pude ver la reposición de Top-Gun en un cine de verano.
En fin, ¿qué no haría uno por la mujer de su vida?
Como buen amor platónico que se precie, y con la formación previa acumulada con Estefanía y Marta, dejé transcurrir el tiempo, hasta que llegó el último curso de bachillerato, el COU, antes de entrar en la universidad, para decidir desplegar todo mi ataque. Por fin ya era más alto que ella. Había llegado el instante del ataque por sorpresa.
Para tener incluso un poco más de conversación, me fui a ver una película de Tom Cruise, otro bodrio, esta vez haciendo de camarero, llamada Cocktail, donde lo único destacable era la canción Kokomo de los Beach Boys y una preciosa Elisabeth Shue, que por supuesto era bastante más guapa, que incluso la propia Proto.
Aquella película me sirvió para poder tener una conversación con ella, el lunes siguiente, de digamos, unos 30 a 40 segundos.
A todas estas, mis amigos Mario y Yofri me llamaban ya Tom Cruise, dado el cariz que estaba tomando la operación Proto, que iba viento en popa.
Y llegaron los carnavales. Y a la vuelta de ellos, una sorpresa: La Proto tenía novio y como era de esperar, y parafraseando a Platón, no era ni Tom Cruise... ni yo. Era un imberbe mequetrefe, ser insignificante que nunca logró llegar a ser más alto que ella, a pesar de que el resto de aquel año de COU, caminase estirado, con el pecho bien hinchado, presumiendo de haber conseguido estar con La Proto.
Un tiempo más tarde, cuando La Proto ya había desaparecido de mi mente y de mis sueños, de igual forma que lo hicieron todos los amores platónicos que le precedieron, Tom Cruise volvió a aparecer en las carteleras de los cines de Santa Cruz.
Ya no tenía importancia. Ya me daba igual. No necesitaba ir a verlo para poder tener 30 segundos de conversación con una chica guapa. Esta vez, era una película bélica, llamada Nacido el 4 de julio.
Desde su estreno, siempre que llega esa fecha, recibo las jocosas felicitaciones de cumpleaños de mi amigo Yofri, que sigue diciendo irónicamente, que me parezco a Tom Cruise.
Pues no, no he nacido el 4 julio, ni creo que Tom Cruise tenga ninguna semblanza conmigo, entre otras cosas porque soy bastante más alto, más guapo y más apuesto que él, pero cuando oigo aquel tema tan famoso de la película Top Gun, que le dio a conocer mundialmente, no puedo evitar pensar en aquel niño romántico, enamoradizo, con amores platónicos e imposibles, que se hizo mayor y desapareció para siempre.